Movimiento Poncio Pilatos: manos limpias
2ª quincena setiembre 2011
El prefecto imperial de Judea contrapone la honestidad jurídica a la honestidad política. El gesto de lavarse las manos es incomprensible desde el punto de vista de la justicia si se la entiende en tanto condición moral. Su vaivén disuelve todo contenido en la vasija, mientras una inmutable venda ciega, en la dama alegórica de la justicia, toda visión que pudiera tentarse con un lado u otro de la igualdad. La alegoría femenina de la virtud jurídica estampa una índole que Poncio Pilatos transgredió, ya que su lavado de manos supone un equilibrio por encima de la persona moral: el orden imperial.
No puede comprenderse, en efecto, el desentendimiento ético de Poncio Pilatos sin la imprecación política de Caifás, mientras el fariseo rasga sus vestiduras. Caifás reivindica que la sangre de Jesús caiga sobre su estirpe y su descendencia, de forma que asume la parte civil de sacrilegio y maldición propia de un contexto mítico-religioso. Esta crisis política local justifica el lavado de manos de Poncio Pilatos, desde el punto de vista de la misión imperial que desempeñaba[1].
La hipocresía de Poncio Pilatos con relación a la norma es incomprensible sin el contexto del suplicio que exige Caifás por razones políticas. Ese equilibrio entre lo político y lo religioso, donde el César es divinizado, mientras quienes obran según un criterio religioso se afilian a la pax romana, eleva un poder y el orden que le es propio por encima de la condición humana y pública. El escarnio de Jesús a manos de los soldados romanos –burlándose de una majestad incapaz de librarse del suplicio- obedece a una sensibilidad que subordina el orden a la estampa del poder: quien no posee este último no puede reivindicar ninguna jerarquía verosímil.
Poncio Pilatos y Caifás son entonces las dos caras de un mismo equilibrio, en cuyos términos lo divino se presenta como principio del poder público, mientras el ejercicio del poder conlleva efectos religiosos. En tanto regla racional de los conflictos, la noción de derecho natural vino a distanciar lo trascendente de la religión y lo político del poder, a través del lento proceso de diferenciación secular entre religión y política. Sin embargo, la justicia sigue siendo divina en un sentido último, si se entiende que lo incondicionado debe gobernar y dirimir las propias condiciones que provee. En cuanto esta calidad trascendente escapa a toda razón posible y sobre todo a las posibilidades de una racionalidad humana, la justicia permanece como tal intangible. Su venda no la separa sólo de lo que podría ver, sino que también protege a quien la afronta de la última mirada posible, la que provendría del lugar de la verdad absoluta.
Por consiguiente, el derecho asume el derecho a dictar sentencia, sin que tal dictamen pueda nunca mirarse en la mirada de la dama de ojos vendados. Defectuoso y siempre perfectible, el ejercicio del derecho se justifica en la imposibilidad última de la justicia, ya que esta exigiría a su vez para cumplirse la sentencia divina, allí donde lo condicionado se divisaría en la mirada de lo incondicionado[2]. Por el contrario, una justicia cuyos ojos se quitan la venda para descubrir la miope mirada del derecho, reúne en una misma falencia las rasgaduras del vestido de Caifás y la sangre que se lava Poncio Pilatos.
Esta falencia, moralmente condenada en tanto que hipocresía, constituye sin embargo una habilidad, tecnológicamente constituida en versión periodística[3]. Los responsables públicos arman un paquete de crisis y lo envían al poder judicial. Luego declaran, mientras se desgarran las vestiduras, que en nuestro país confían en la justicia, forma farisea de lavarle al César partidario el precio de sangre del poder ciudadano[4].
Así como Caifás pone a Poncio Pilatos ante el desafío de asumir la reyecía intangible de Jesús, sin desafiar ipso facto la divinidad del emperador, mientras por su lado Poncio Pilatos arroja sobre el sanedrín la sangre de Jesús, la parálisis de la delegación representativa le pasa el fardo de la decisión al Poder Judicial, mientras declara que no es político lo que es justiciable. Incluso dentro de un mismo partido, una misma administración, una misma cadena jerárquica y una misma estrategia política.
La judicialización de la política es la forma fariseica de lavarse las manos ante la imposibilidad de darle al César lo que es del César, ya que el César pagó de cara al suelo su idolatría, en un dédalo de relaciones de poder que se traban en la base de la pirámide pública. Por lo mismo, la judicialización de la política es la forma tecnológica de desaparición de la sangre derramada por la política fariseica, en el horizonte de una procedimentalidad institucional: hay reglas y procedimientos, manos limpias y vestiduras rasgadas. El efecto público de estos Poncio Pilatos contemporáneos se logra diciendo que pasaron a la justicia un expediente, mientras claman, rasgándose las vestiduras electorales, que les asiste la más pura intención de lavarse las manos.
Incluso si esa justicia incluye a los soldados de una pax onusiana que también invade Irak, borra marítimamente la sepultura de Bin Laden y bombardea Libia para pacificarla[5]. En ese caso, el desmán de los centuriones enviados a un contexto complejo y desafiante, que requiere capacidades de traducción entre costumbres remotas, es colocado bajo el rótulo de violación. Peor aún es el consuelo de la versión periodística que se remite a derecho, para decir que no está probado, a los ojos de la cámara de celular, que fue violación, ya que la presunta víctima parece participar del juego y aún volvió al lugar del crimen al día siguiente. Aunque hubiera habido violación, no puede violarse el secreto del presumario judicial, ya que la violación del derecho no es un derecho del derecho y no corresponde por lo tanto al procedimiento legal[6].
La simbiosis entre la mira del derecho y el objetivo de la cámara de celular señala el punto de lo incondicionado en nuestra condición mediatizada (en el sentido de coartada): librados a la mediación informativa lo vemos todo sin poder decidir nada, porque la pixelación ad infinitum de los puntos de mira no provee ninguna decisión. Salvo la de difundir entre el electorado que los jueces decidirán por nosotros y por quienes dicen que representan a otros, con arreglo a derecho y a la norma imperial de justicia local que reivindicó Caifás.
[1] “Al darse cuenta Pilato de que no conseguía nada, sino que más bien aumentaba el alboroto, pidió agua y se lavó las manos delante del pueblo. Y les dijo “Ustedes responderán por su sangre, yo no tengo la culpa”. Y todo el pueblo contestó “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Mateo (1989) Ed. San Pablo-Ed.Verbo Divino, Madrid-Navarra, p.60.
[2] El par incondicionado/condicionado inscribe la ascendencia teológica de la cuestión de la razón en Kant, incluso desde el punto de vista de la crítica que le dirigieran sus contemporáneos. Esta aporía de la racionalidad moderna condiciona el hiato entre justicia (inconmensurable) y derecho (conmensurable) en el criterio de Derrida (ver en particular Force de loi): Hortsmann, R-P. (1998) Les frontières de la raison, Vrin, Paris, pp. 132-133.
[6] “Efecto dominó” Montevideo Portal (09/09/11) http://www.montevideo.com.uy/notnoticias_148219_1.html
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