16.4.13


El irresistible ascenso del blooper presidencial


2ª quincena, abril 2013



Hundido el buque insignia de aquel voceado entendimiento con el gobierno argentino,[1] por una vía de micrófono abierto bajo la línea de flotación mediática, la flotilla de despojos presidenciales, Reforma del Estado incluida, sigue a la deriva sin que a nadie le preocupe demasiado el rumbo que tome. Los problemas son otros, hablamos de otras cosas y está bien que así sea. Lo único que está mal es que mientras no se habla sino de micrófonos abiertos y de privacidad mediática, se añora con cierta nostalgia adicionarle al menos una pizca de racionalidad de Estado,[2] que hoy naufraga mediáticamente, en los mismos medios que ayer le instalaron un presidente a la medida del rating.

El propio Mujica salta, antes que nadie, una barra que justifica ante sí mismo, en versión libre de la investidura de primer mandatario. Pretendiéndose víctima de otros, el dignatario se dice violado en su privacidad por lo que emitió, por su propio canal oficial, en medio de una instancia de Estado.[3] Cunde sobre el asunto de la infelicidad mediática del presidente un efecto de “pastorcillo mentiroso”, acorde a la fábula del alarmista que abusó a tal punto de la credulidad del común, que tampoco puede ser creído por nadie, una vez que dijo la verdad sobre el peligro.  Sin embargo, la figura de la víctima mediática de los medios conserva cierta credibilidad propia, en cuanto la aflige una desgracia de particular. Incluso abatida sobre la figura de un titular de poder del Estado, la emergencia por lo alto obstaculiza, por la desmesura del caso, la visión genérica de la base tecnológica del asunto.

Quizás la pregunta sobre la privacidad en la comunicación pública pudiera formularse, sin reducirla a este caso, pero de cara a la actualidad que representa,  como sigue: ¿existe un margen de privacidad de lo público, a preservar debidamente de ser escudriñado por los periodistas, una vez que el propio Estado implementa los medios en tanto instrumento de poder? En el caso que concentra la atención periodística del presente, no se trata de lo que acontece en la alcoba del presidente, sino de lo que comenta ante otro titular ejecutivo del Estado (el intendente del departamento de Florida) que ni siquiera pertenece a su organización partidaria. 

¿Qué criterio autoriza a clasificar en tanto “privado” el comentario que propala el propio medio presidencial, más allá de que se trate de una desgracia de emisión involuntaria? La respuesta es clara: lo autorizaría que en una conversación personal, del presidente en este caso, se hace un uso privado de una expresión pública. Pero entonces, si existe en el idioma político una barra entre lo privado y lo público, el propio Mujica es denunciado por su denuncia, porque como el primer mandatario lo declara de fuente supérstite, no ha hecho sino transgredir deliberadamente la barra en el otro sentido, habida cuenta de su confesión de parte, de una apropiación  privada de las formas calibradas del idioma público.[4] Que un micrófono haya quedado inusitadamente abierto no puede constituir excepcionalidad de criterio mediático, ante la generalidad de la generosidad con que el mismísimo presidente de la República abre la facundia de su caletre, sin miramiento de límite idiosincrático –ni público ni privado- alguno.

Como expresión del desarreglo conceptual que subyace en todo este enredo con más aire de samba que de red, el propio Mujica argumenta que en calidad de gambuza irredento y de pobre por antonomasia, no puede evitar hablarle al micrófono como a un compañero de celda, sin olvidar el olor a polvo (el de la pólvora parece haber caído en el desuso mediático), que todavía despide de memoria su infancia en zapatillas, quizás en medio de una cumbre presidencial. El presidente confiesa que no puede hablar como presidente, sino en tanto ex recluso y pobre de memoria eterna. En buen romance, dice no poder hacer un uso público del lenguaje público, sino uno idiomáticamente privado. ¿Cómo entonces puede, quien  predica ser verdugo de las buenas costumbres idiomáticas, incriminar a otros por haber ingresado en el dominio privado de su lenguaje público, mientras aduce que se fisgonea  en su estentórea locuacidad?

El margen de ideología política sobre el lenguaje público que le permite a Mujica escudarse detrás de una excusa personalmente inverosímil, pero no interrogada aún desde el punto de vista que la desarticula críticamente, es que existe una realidad de lo público por encima de la realidad de los medios. Más atrás aun, subyace en el saber aquel “doblete empírico-trascendental”,[5] vigorosamente limado en ciertos –aunque tan sólo sean minoría- medios intelectuales, que pretende que existe un estado de agregación de la “realidad” previo al lenguaje, mientras el hablar no expresaría sino una parcialidad irreal. ¿Cabe recordar que el productivismo que asola al “Uruguay natural”, naturalmente positivista, ancla a todas luces en la creencia según la cual “transformamos la naturaleza” si (y solo si) nos apropiamos de su propio orden? ¿Cómo apropiarse de un orden sin conocerlo? ¿Cómo conocer un orden sin obedecer al significado propio de la palabra “orden”?

La extensión de esa configuración ideológica decimonónica todavía ampliamente predominante en la memoria cultural de las mayorías, es el trasfondo mito-realista que parasitan con denuedo el productivismo empresarial, la demagogia electoral y la manipulación informativa de la población, precisamente la trilogía que luce en el frontispicio del “irresistible ascenso” de un clima populista en la opinión pública, regulado ambientalmente por la tecnología mediática. Por el contrario, el sinceramiento respecto a la tele-realidad[6] debiera conducir a entender que la tecnología, en cifra de programación informática, es decir de lenguaje escrito en los ordenadores, es la llave del orden del presente, que avasalla cualquier “orden” que se pretenda previo y sobre todo sustantivo, en aras de una “naturaleza que no da saltos”. El hoy da saltos de lenguaje artificial, incluso cuando laminado en la información que se pretende “objetiva” (es decir sometida a un “orden natural” previo a la enunciación)  hace saltar, por descuido de micrófono, pruritos de privacidad de un presidente que no ha cesado de publicitar los secretos de su persona pública.

La crítica que se dirige a Foucault respecto a su deuda con la noción de “orden”, incluye la manipulación de que ha sido objeto la representación, ante todo, para conservarla en la curiosa condición de cadáver maquillado. En efecto, si  “representación” no ha sido nunca sino un sucedáneo democrático de “orden” (natural, científico, político, etc.) su obsolescencia, de cara al ascenso de un lenguaje que articula informáticamente la realidad, cierra el círculo que restaura el orden –en particular el orden democrático de la representación- en la tecnología de la comunicación, no en vano denominada “nuevas tecnologías de la comunicación y la información”. Estas tecnologías de segunda generación no sólo complementan un orden público, sino que ante todo lo instalan. Por esa razón, han sido magistralmente implementadas para restañar las heridas narcisistas de la representación por la vía más autoritaria, es decir, mediante la inflación comunicacional a la que se adjudicaba, en la estrategia nazi, la potestad de inculcar masivamente el “orden” de la realidad.[7] Ese dictado comunicacional de la realidad pública es el vórtice del totalitarismo, que hoy ya trasciende aquella manipulación masiva de la comunicación por una representación de Estado,  para pasar a sostenerse sobre su propia base, mediante la manipulación del Estado por una difusión masiva de la tecnología.

No debiera entonces sorprendernos que una perspectiva obsoleta que confunde la naturaleza con un orden más allá del lenguaje, sea víctima del mismo “realismo popular” que lo difunde automáticamente en versión espontánea del común,  por  cuenta de un ventrílocuo que sabe hacer como si dijera por sí mismo. El “irresistible ascenso” al que asistimos no es el del muñeco que salta un poco más,  para evitar que se noten los gestos de garganta de su mentor de autoría, sino el de un aparato de producción mediática que manipula la representación, por cuenta de una programación escrita de parte interesada, sobre todo, en adquirir carácter popular. Nadie mejor para cumplir tal papel, en rodillas de un amo astuto, que quien satisface de memoria el polvo de las zapatillas y de lenguaje la indumentaria de gambuza.





[1] “Argentina no responde el pedido de disculpas y la relación sigue congelada” El Observador (13/04/13) http://www.elobservador.com.uy/noticia/248146/argentina-no-responde-el-pedido-de-disculpas-y-la-relacion-sigue-congelada/
[2] Pereyra, G. “La verba de Mujica y los lúmpenes con iPhone” El Observador (12/04/13) http://www.elobservador.com.uy/zikitipiu/post/718/la-verba-de-mujica-y-los-lumpenes-con-iphone/
[3] “El caso de las disculpas” Montevideo Portal (11/04/13) http://www.montevideo.com.uy/notnoticias_197534_1.html
[4] Op.cit. “El caso de las disculpas”.
[5] Foucault, M. (1966) Les mots et les choses, Gallimard, Paris, p.329.
[6] Grompone, J. “Antel en la Arena” El Espectador http://www.espectador.com/documentos/130408AntelGrompone.pdf
[7] Baudrillard, J. (1978) Olvidar a Foucault, Pre-textos, Valencia, pp.90-91.