15.6.09

¿Elecciones internas o interiores?

2ª quincena junio 2009


El editorial de La República del día de ayer nos exime de gran parte del trabajo que nos proponíamos para hoy. Tras describir las tendencias predominantes en la opinión pública con relación al prolongado período electoral que se avecina, ese texto subraya la polarización de las mayorías de la población en torno a los extremos del espectro ideológico (http://www.larepublica.com.uy/editorial/368662-la-polarizacion-del-electorado). Estos polos se encuentran claramente representados por Lacalle y Mujica, cuyo cotejo desde la mayor distancia ideológica posible en el espectro uruguayo no necesita de los resultados de la encuestas, ni de las diferencias entre los resultados que arrojan según la empresa consultora (una da mayoritaria a la izquierda, otra a la derecha en el plano nacional), para tornarse perceptible.

Sin embargo el mismo editorial deja de ser compartible cuando pretende que tales diferencias, que benefician a los extremos en cada ala del espectro ideológico, no encierran diferencias intra-partidarias significativas, que harían a un sector de la derecha más derechista que el otro, ni tampoco permitirían diferenciar mayormente entre la izquierda. La paridad que según el editorialista pauta a la derecha de la derecha con las posiciones más moderadas de la misma índole ideológica, o a la izquierda de la izquierda con sus pares, sólo puede ser entendida en términos del proyecto que encierra y de la efectividad política que alcance cada una de esas propuestas.

Sin embargo, la señal que transmite la polarización de la opinión pública es relevante precisamente porque no trasunta las estrategias de los estados mayores sino las adhesiones prevalecientes entre la base electoral de la población. No se trata de meras elecciones internas en tanto transitan por un campo demarcado, sino de propias elecciones interiores, en tanto prefieren un perfil y un sesgo, desmentido escandalosamente incluso, como en el caso de Lacalle, por la catástrofe financiera mundial del mismo proyecto que ese candidato defendiera en su momento (y siempre). Para que la constatación alcance aún asidero mayor, cabe destacar que entre esos lacallistas, noveles en una proporción significativa, predominan los ciudadanos mejor informados de los acontecimientos mundiales y en parte quizás, con mayor formación intelectual, por meras razones de pertenencia a la clase socialmente favorecida.

Una tendencia racionalista proclive a subordinar la inclinación propia al efecto constatable, lleva al editorialista a subestimar la inclinación prevaleciente, que no se vincula a ningún proyecto o efecto resultante, sino a la búsqueda de una consignación simbólica irreversible. Lacalle es la derecha por encima de todo, incluso de su intento, una vez ganadas las posiciones predominantes en su partido, por mitigar el efecto de freezing conservador que desencadena entre quienes quisieran ir más a la derecha, pero todavía mantienen algún prejuicio batllista.

La impronta positivista que aqueja a la cultura intelectual del país, conduce a la ceguera analítica con relación a los equilibrios simbólicos, que no dependen de los hechos inertes que la perspectiva corrobora o mide, sino de las pasiones propias que los individuos protagonizan con placer. Como ejemplo de tal lucidez objetiva que cunde en nuestra brillante pléyade de “científicos-intelectuales” y viceversa, cabe recordar que en momentos en que el mundo conocido se encendía en una polémica por las caricaturas danesas del profeta, que amenazaba con radicalizar las posiciones integristas del mundo árabe, nuestros analistas vernáculos se escandalizaban por la “irracionalidad” del enfrentamiento entre Botnia y Gualeguaychú (http://www.pvp.org.uy/viscardi2.htm). Los efectos de tanta lucidez, lucen hoy ante todo en un interminable conflicto en las riberas del Uruguay y de manera apenas disimulada, por no decir vergonzosa, en el paternal protectorado luso-brasileño que de nuevo arroja su sombra sobre aquella soñada “cisplatina”, de la mano del distanciamiento platense (http://teodulolopezmelendez.wordpress.com/2009/03/01/uruguay-el-regreso-de-lecor/).

Si alguien se interrogara acerca de la significación de esa identificación simbólica en términos de dimensión, en cuanto no la mide un registro de opinión difundido entre nosotros, cabría recordar el rol que le cupo a la diferencia entre ética de valores y ética de la responsabilidad en la coyuntura de restauración del Uruguay batllista. Fue en términos de esa diferenciación acuñada por Weber que Gonzalo Aguirre defendió, desde los escaños parlamentarios, la adopción de la nefanda Ley de Caducidad, que hoy ya se encuentra nuevamente plebiscitada.

La noción de “ética de la responsabilidad” coloca, en el criterio de Max Weber, a la conducta humana bajo al perspectiva de la consideración de los efectos de sus decisiones. De tal manera, el comportamiento subjetivo no se guía por una escala de valores en tanto tales, cristalizaciones subjetivas de “visiones del mundo”, sino que subordina tales percepciones, interiores de cada quien, a una lectura previa de las consecuencias previsibles de la acción emprendida en un escenario supra-subjetivo (objetivo). De esa manera defendía Gonzalo Aguirre, en relación a los supuestos efectos de una reacción militar ante eventuales enjuiciamientos del pasado dictatorial, la racionalidad de la Ley de Caducidad, ante los perjuicios para la estabilidad institucional y el devenir democrático que desencadenaría la ira militar.

Sin embargo el propio Gonzalo Aguirre se encuentra hoy entre los protagonistas más encendidos de la propuesta lacallista, que no anda en miramientos sobre consecuencias sociales o repercusiones humanas a la hora de defender los valores en tanto tales, como si de su esencia enfrascada dependiera el futuro perfume de la salvación nacional (http://www.montevideo.com.uy/notspolitica_84704_1.html) .

Tal apogeo aristocrático de los valores no se reduce, como se podría suponer ingenuamente, a su natural reducto derechista. La misma fuerza absoluta de una convicción que campea en el fuero interno y desde allí pergeña un aristos plebeyo, oxímoron sociológico si los hay, emana de la frente tupamplista del inefable “Pepe” (http://www.larepublica.com.uy/politica/368238-por-el-honor).

El retorno insospechado -una vez superados tanto la restauración sanguinettista del paraíso batllista perdido como la post-restauración lacallista que le siguió, de la ética de los valores anclada en una sensibilidad tradicional (en el sentido que opone lo tradicional a lo moderno) pauta la retrogradación política del Uruguay. Esta retrogradación es efecto de la grieta que se agranda en razón de la fragmentación social propia de la globalización (que desarticula espacios internos a los Estados-nación y articula entre sí espacios de distintos Estados-nación). Esta fragmentación no hará sino extenderse en tanto se persista en el remedio “sistema político del Estado-nación”, peor que la enfermedad de pertenencia simbólica a estratos diferenciados por el acceso consumista al mercado mundial. Ese consumismo no es meramente relativo al nivel adquisitivo, ni se resuelve con prescripciones morales, de más en más vagas ante una “sociedad-red” regida por la identificación mediática. Esta fragmentación sólo se reabsorbe desde sus propias condiciones de existencia, en cuanto es ante todo comunicacional y simbólica (http://www.mondialisations.org/php/public/art.php?id=6225&lan=ES) en razón de la universalización social de la tecnología, que configura subjetividades estructuradas por las capacidades desarrolladas individualmente.

En cuanto la polarización política traduce la fragmentación del cuerpo social, induce asimismo la clausura de los campos ideológicos en contenidos de valores, que no introducen solución alguna, sino tan sólo el incremento de la fractura comunitaria. El activismo político-partidario no hace sino arrojar nafta de ilusión estatal sobre la combustión mediática de valores subjetivos. La transformación de las elecciones internas en elecciones interiores no hará sino acrecentar la crisis de la política de Estado y de las configuraciones partidarias. Unas y otras, arrastradas por un devenir social que ya no dominan, sino que por el contrario, las mece al vaivén interiorista de subjetividades sectoriales, atizadas por la violencia de la fragmentación social.