16.3.11

Riesgo nuclear: salvar el honor de la razón


2ª quincena marzo 2011



Contrariando las esperanzas que fundara el inicio de la filosofía clásica, la sabiduría y la ciencia no han hecho buenas migas. En efecto, el término con que Descartes culmina su órganon del saber, bajo forma de árbol que articula la metafísica con las ciencias, abre en la copa del símil arborescente la palabra “sabiduría”[1]. La sabiduría no sólo es más que el conocimiento, más que la ciencia y más que la filosofía, sino incluso más que el saber, ya que conlleva por añadidura el bien. Por consiguiente, no se reduce al plano de las capacidades que reclama la tecnología, sino que supone que esta generación de conocimientos provechosos culmine en bien de la condición humana.

La cuestión de saber si la ciencia es responsable de la deriva tecnológica de sus logros es tan vana como intentar dirimir si el saber conduce al grado supremo de sabiduría: en ambos casos la petición de principio no anuda lo que desanuda la naturaleza. Pero la naturaleza humana no ha dejado de presentar peticiones de principio con ese propósito, insistencia que revela una necesidad natural que el conocimiento no puede desentrañar sino poniéndose al servicio de la misma naturaleza humana que lo provee. Por consiguiente, es necesario abandonar las ínfulas de GPS de la Humanidad y admitir que no hay mapa que supere el conocimiento del terreno, que tal como lo demostró Borges en su “geografía imperial”, siempre termina por arruinar al mapa[2].

Ahora, el terreno de la sabiduría somos nosotros mismos, inmediatismo del sentido humano que quita distancia a toda perspectiva y obliga a conducirse según el imperativo del equilibrio. Desde ese punto de vista inevitablemente propio, el equilibrio no es lo propio del orden, porque no se trata de ciclo, sino de desplazamiento. Nadie mantiene el equilibrio en base al orden, porque tal acción en beneficio del estado de equilibrio de la totalidad, de ser tal, también ordenaría el orden. No es de ese equilibrio de la naturaleza como totalidad del universo de lo que se trata, sino de un equilibrio bastante más fugaz, en cuanto se vincula ante todo a una circunstancia de tránsito peligroso. Por consiguiente ese equilibrio provisorio se ve obligado, antes que graciosamente inclinado, a ser sabio, no en el sentido nobelizable, sino en el sentido del bien, es decir, de la sabiduría.

Esta sabiduría es más que el saber en el sentido paradójico de comenzar por admitir que es poco lo que se distingue, en tanto distingo cognitivo, en ciertas condiciones de equilibrio humano. Por ejemplo, saber si se debe prescindir o no de la energía de origen nuclear no es una cuestión relativa a la estructura del átomo, sino a la estructura del consumo. Esta estructura está determinada por el acceso a bienes que pueden ser necesarios o prescindibles, pero la evaluación de tal divisoria entre lo trascendente y lo fútil no presenta la misma universalidad que las pruebas PISA, que logran medir quien es inteligente y quien no (según un saber de medición del saber). No se puede medir la sutileza, que según Leibniz “inclina sin necesitar”[3]. Tal sutileza es ante todo contingente, en cuanto la necesidad no la cristaliza en una formalidad.

La conducción de la contingencia se presenta así como el paradójico saldo del saber totalizador: el dominio de las reglas que determinan el comportamiento de los objetos nos reenvía a la regla del dominio de nuestro propio comportamiento. Esta regla no puede ser totalizadora, porque su límite es la particularidad de la condición humana, por consiguiente, no se trata del equilibrio ecológico del planeta, sino del equilibrio de nuestras decisiones sobre el planeta que habitamos. Este equilibrio crítico (krinein: decidir) no puede confirmarse en la dinámica de ciclos, porque no es el equilibrio de una estabilidad, sino el equilibrio de una actividad.

La sutileza de la actividad del equilibrista reside en que su cuerpo pasa a ser parte de una actividad conjunta con otros, sea que los mantenga en equilibrio –como el malabarista de bolos- o que se mantenga en equilibrio sobre otros móviles, -como en el caso del acróbata que da pasos sobre una cuerda[4]. En los dos casos, la actividad vincula sobre un límite contingente distintos cuerpos que se mantienen en el filo de una divisoria de la actividad: más acá o más allá hay desliz del equilibrio.

Asimismo los cuerpos no se identifican como tales sino con relación a esa divisoria del equilibrio: el cuerpo humano del malabarista no mantiene el sentido del equilibrio por fuera de la contingencia que lo vincula al manejo de ciertos objetos. La tecnología revela así su sentido propio en tanto actividad generadora de contingencia: en cuanto acción de la habilidad humana (técnica) relativa al saber (logos).

Por esa razón, la expresión “ciencia y tecnología” disminuye tanto a la ciencia como a la tecnología, porque ni una ni otra necesitan aplicarse a otra cosa que a sí mismas. La conjunción “y” menosprecia lo que les es propio: a la ciencia porque su condición formal no precisa agregado que se sume al lenguaje en que cristaliza sus enunciados, a la tecnología porque le basta con aplicarse al propio saber (y por lo tanto inclusive a la ciencia). Esa disminución obra además a favor de un desequilibrio, en particular cuando se descalifica a las letras y a las imágenes como actividades “improductivas”[5], ya que se trata de recursos particularmente sostenibles, incluso en condiciones adversas (por ejemplo, bajo dictadura, o sin financiamiento internacional).

El empleo de esta expresión desequilibrada y desequilibrante (“ciencia y tecnología) no quiere decir otra cosa que “aplicación” y revela una demanda de otredad preocupante. Sobre todo porque la compañía en que suelen encontrarse la ciencia y la tecnología no es otra que la de los poderes dominantes, el estatal incluido, que suelen “aplicarse” a actividades desequilibradas (como la recolección desenfrenada de votos llegado el período electoral). Pero también ocurre que las “comunidades científicas” no se sustraigan al encanto de los ámbitos de poder, incluso bajo gobiernos de signos ideológicos contrapuestos, manifiesta ubicuidad de sensibilidad que se ve a sí misma como un elemento diferenciado del poder estatal y al mismo tiempo, como un poder diferenciador. Sin duda que la tecnología y la ciencia revisten en el presente un poder diferenciado, pero en razón de un desequilibrio riesgoso de la actividad humana en su conjunto, cuya amenaza radioactiva sufre hoy el Japón.

Cuando Derrida propone “salvar el honor de la razón” recala en una diferenciación marítima, particularmente significativa en circunstancia de tsunami. Tal diferencia distingue entre encallamiento y encalladura[6]. El primero es el acontecimiento de un accidente, que ocasiona el naufragio del navío, el segundo es el acontecimiento de un encallar voluntario, que recuesta la nave en el remanso de la playa arenosa para preservarla del naufragio. En los dos casos, el piloto brega contra los elementos en una correlación de fuerzas, en cuanto su técnica y su ciencia luchan a brazo partido contra los elementos desencadenados. La victoria del piloto no reside en vencer a los elementos, sino en mantener el navío a salvo del naufragio, conduciéndose ante la contingencia de los elementos con su propia actividad contingente de saber navegante. Logra ponerse a salvo con su navío porque toca fondo donde no ve, pero sabe que no hay peligro. ¿Alguien se mantiene en equilibrio con tan sólo mirar lo que se ve?



[1] Descartes, R. (1904) Principes de la Philosophie, Adam et Tannery, Paris, pp.14-15.

[2] Borges, J.L. (1967) Historia Universal de la Infamia, Emecé, Buenos Aires, pp.144-145.

[3] Dascal, M. (1996) “La balanza de la razón” en La razón, su poder y sus límites, Paidós, Buenos Aires, p.377.

[4] Viscardi, R. “La verdad del equilibrio” (2002) Revista Actio 1, Departamento de Filosofía de la Práctica, FHCE, Universidad de la República, Montevideo. http://www.fhuce.edu.uy/public/actio

[5] “ Menos “viru-viru” y más ciencias” El País (03/03/10) Montevideo http://www.elpais.com.uy/100303/pnacio-474382/politica/-menos-viru-viru-y-mas-ciencias-/

[6] Derrida, J. (2003) Voyous, Gallimard, Paris, p.173.

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