Tres preguntas sobre la reforma universitaria[1]
1ª quincena mayo 2010
En primer lugar debo transmitir mi impresión de extrañeza ante la supuesta reforma universitaria en la actualidad. Esa extrañeza me lleva a una primera pregunta, que puede parecer pueril pero cuya simplicidad encuentro razonable por razones que expondré más adelante : ¿existe tal reforma universitaria? Si la reforma incluye el alcance crítico de un movimiento autónomo, no se entiende como puede prosperar sin movilización y en medio de la apatía. El propio rector, en un gesto de sinceridad encomiable, reconoció meses atrás que la reforma no encontraba eco entre sus primordiales destinatarios y manifestó su confianza en que la primavera entrante promoviera asimismo una mayor movilización reformista. Sin embargo, dos estaciones después la dinámica reformista sigue signada por su reducción a la perspectiva de una modificación de la Ley Orgánica y de un curso legislativo de la iniciativa.
Quizás ayude a percibir los términos de esta preocupación, que seguramente compartimos muchos, diferenciar reforma de crisis. Que existe una crisis de las universidades parece ampliamente reconocido, no sólo por sucesos tales como la reciente huelga universitaria en Francia, que transcurrió durante no menos de la mitad del año pasado, como por el debate académico del que se hiciera eco la misma UNESCO hacia fines de la última década, particularmente en su polémica con el Banco Mundial en torno al vínculo entre mercado y universidad.
Pero así como la modificación de un texto legal no supone necesariamente la movilización de los involucrados por sus efectos normativos, la crisis en términos de difusión polémica tampoco supone necesariamente efectos en términos de actividad pública ampliada. Sin embargo, pareciera difícil y en verdad poco razonable, sostener que la movilización reformista pudiera manifestarse si una posición tomada ante la crisis no la anima y orienta. Por esa razón, entiendo que ante la visible ausencia de un movimiento reformista en la escena universitaria, no es ocioso preguntarse por los elementos principales de esta crisis.
El más destacado parece ser la crisis de los estados-nación. Esta crisis afecta directamente a las universidades en su referencia principal, tanto para las universidades públicas como para las privadas: su inscripción en el Estado. El dictamen de tal crisis no parece al presente suscitar sino unanimidades, pero asimismo, suscita algunas cautelas ante la realidad de tal extinción y sobre todo, respecto a lo que dejaría en su lugar. En verdad, sucede con las crisis de los estados-nación como con la expresión de Nietzsche “Dios ha muerto”. Difícilmente alguien pueda certificar la defunción de lo que afirma que no existe. Por el contrario, sí se puede afirmar la extinción de una creencia falsa. Trasladaría esa afirmación sobre la frase nitzscheana a los estados-nación: no se sostiene que el aparato institucional, así como su incidencia a través de funciones primarias y secundarias desaparezcan, se afirma por el contrario que ha perdido la significación estratégica que alcanzara particularmente hasta la 2ª Guerra Mundial.
La primera razón de este declive es que la constitución de bloques geopolíticos, sustentados en la potencia de aparatos económicos y tecnológicos, ha conllevado una intervención de las estrategias internacionales en el interior de los espacios nacionales, una de cuyas consecuencias fue, en el pasado reciente, la dominación que mal llamamos dictadura militar, porque fue ante todo una dominación totalitaria.
La segunda razón de la crisis de los estados-nación estriba en que la gestación de identidades diferenciadas en la trama social, en razón de la creciente diversificación tecnológica y cultural, promueve redes de solidaridad específica que denominamos “movimientos sociales”. Estas sensibilidades públicas representan la democracia antes incluso que esta pueda llamarse “representativa” en un sentido estatal y constituyen una red internacional que pugna ante organismos estatales por la genuina radicación democrática de las demandas públicas, logrando frecuentemente satisfacción en sus reivindicaciones. La tercera razón de la crisis de los estados-nación estriba en la capacidad de los aparatos tecnológicos para determinar el curso de la investigación y la orientación cultural del saber, en cuanto se apoyan en tal escala de recursos y acumulación internacional, que sobrepasa la capacidad orgánica de las formaciones nacionales para dirimir en su ámbito interno las grandes líneas del desarrollo del saber.
Ante esas dificultades que atraviesan los estados-nación abocados a la orientación efectiva de las necesidades comunitarias, la radicación estatal de las universidades deja de ser una garantía de orientación específica. Por el contrario, la autonomía puede verse cuestionada incluso, por la instalación de aparatos académicos y tecnológicos que desde el propio Estado traducen las orientaciones prevalecientes en distintos círculos de poder; de forma tal que la perspectiva de la autonomía se ve cuestionada desde la propia sede estatal. Según la declaración que firmáramos centenas de universitarios en el momento de la creación de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII), esta agencia estaría expresando esta situación, que hasta hace poco hubiéramos podido considerar paradójica, de una contradicción entre el Estado y la autonomía de una universidad pública. En la perspectiva de una distancia que tiende a acentuarse entre el sistema político y la autonomía universitaria, no es de extrañar que una perspectiva de movilización legislativa no suscite el entusiasmo de los universitarios. Lo contrario sería, ante tal situación, lo que provocaría sorpresa.
La segunda pregunta es: ¿qué criterio nos permite reconocer la existencia de una reforma universitaria?
Entiendo que con posterioridad a la vigencia de la universidad moderna, la cuestión de la reforma universitaria se encuentra indisolublemente ligada a una transformación de la autonomía. Quizás pueda interpretarse esta cuestión a la luz de lo que acabamos de sostener. La condición estatal de un organismo de formación terciaria no determina su autonomía, como ocurre con los organismos de formación docente en nuestro país, en cuanto las autoridades de la Administración Nacional de la Educación Pública (ANEP) son designadas por las autoridades públicas. La autonomía supone una jerarquía y articulación de las decisiones que comienza y culmina en el ámbito universitario. Por consiguiente, no puede existir transformación de ese ámbito que deje sin plantear la significación autónoma de las transformaciones que propone. Si esta transformación no es sino cumplimiento de un mandato público ya consagrado, por ejemplo por la actual Ley Orgánica, asistimos a una extensión de las funciones universitarias, como sería el caso de la descentralización de las casas de estudio, pero no a una transformación del sentido de la autonomía. Por consiguiente, si no hay concepción alternativa de la autonomía, tampoco hay expresión propia de una reforma universitaria.
La tercera pregunta es : ¿La tecnología es una vía de desarrollo para la universidad?
La sensibilidad democrática generada por el movimiento estudiantil en el período de cuestionamiento de la hegemonía de las industrias militares y culturales sobre el aparato de Estado pugnó contra la incidencia de corporaciones extra-universitarias en el ámbito académico. Esta incidencia era directa, por la influencia sobre la estructura política del Estado, o indirecta, bajo la influencia de los alineamientos políticos en bloques mundiales. Por esa razón, en ese período que se acentúa en los años 60’ y declina con el fin de la Guerra Fría, la reivindicación democrática universitaria se inspira en una defensa de la libertad académica contra las influencias corporativas, tanto burocráticas como de aparatos político-partidarios, sobre la orientación académica.
Sin embargo, con el fin de la Guerra Fría, se produce una reversión de esta situación, en cuanto las empresas más poderosas incrementan sus propias corporaciones de investigadores, mientras los organismos internacionales desarrollan políticas educativas que pretenden hacer cundir como políticas de Estado a nivel nacional. Por consiguiente, la mera configuración académica de políticas de generación de conocimientos y formación de investigadores no garantiza en el presente la autonomía universitaria, sino que por el contrario, se puede convertir en el caballo de Troya intramuros de las universidades autónomas. Ante esta situación gana un relieve significativo la diferenciación entre lo académico y lo universitario. Mientras lo primero condensa legítimamente los intereses colectivos vinculados al desarrollo del conocimiento, lo universitario destaca el anclaje en la comunidad de la educación superior, de forma que el conocimiento se inscribe en equilibrios y recaudos pautados por la dimensión pública. La profundidad del anclaje universitario del saber constituye una garantía democrática primordial en momentos en que la técnica, la ciencia y la industria se articulan entre sí, con frecuencia a favor de estrategias económicas de impacto negativo para la sociedad y la naturaleza.
[1] Texto de la intervención presentada en el evento “Hacia donde va la universidad” organizado por el Centro de Estudiantes de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, el 22 de abril de este año.
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