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actualizaciones de blog
1
de agosto 2013
Con el texto de la
fecha, este blog alcanza su centésima actualización. El propio término
“actualización” expresa un propósito que subyace en la continuidad. La
tecnología permite cristalizar la fantasía de una vinculación permanente, pero
también la deshilacha. En cuanto el blog se dirige a un lector universal,
particularmente como efecto de un designio de difusión, supone asimismo que la
actualidad se convierte en el foco que concentra la actualización.
Quizás habría que
celebrar que el término “actualización”, en vez de quedar vinculado a la
acepción de “ponerse al tanto de”, pasa a adquirir el sentido de una
elaboración que se agrega. La distancia que se gana con la actualidad surge
aligerada del hecho, a favor de la libertad de la versión que se presenta. La posibilidad
misma de pasar al acto disuelve la continuidad entre el dicho y el hecho,
porque esta continuidad siempre se presentó como efecto de una diferencia con
una versión sin asidero, o con un acontecimiento sin interpretación. La
discontinuidad se plantea así como el efecto paradójico de la continuidad
perfecta del artefacto, que posibilita el acceso sin límites a la versión.
Desde ahí cabría
preguntarse si “Ricardo Viscardi” es quien escribe o quien queda escrito. Inicialmente,
“Ricardo Viscardi” fue el nombre de un curriculum
vitae puesto a la disposición pública como efecto de un prurito de
transparencia relativa a un cargo público. Luego, la dirección virtual asignada
pasó a expresión de propósitos, sugerida por allegados para la difusión.
Finalmente, esa difusión se planteó como estrategia alternativa a cierta
descalificación del interés público, en tanto se lo entiende ajeno a una
versión diferenciada del presente.
Llegamos así al borde
de la actualización: su diferencia con la actualidad. Es un borde que deposita la
escritura, deshaciéndose de lo que hace. Este deshacerse de lo que hace equivale
a un desdecirse de lo que dice. Decir y hacer vienen a ser contrarios a sí
mismos y por ende, contrarios al sí mismo que dice cualquier nombre propio, “Ricardo
Viscardi” entre otros. Sin embargo, por fuera de este sí mismo persiste el ser
de alguien, que quizás sea el mismo que escribe sobre sí. Sobreseído de lectura,
quien escribe sobre sí borra lo que estampa a cada paso, porque nadie sucede en
ese límite infiel consigo mismo, en cuanto no divide de ningún otro.
Imposible por lo tanto
no escribir sobre otro, no intervenir a partir de una inconsecuencia consigo
mismo, inmediatamente inscripta en el involucramiento ajeno. En tal medida, la
objetividad no necesita ser medida, sino con el rasero de la intensidad. Quizás
por esa razón que se impone pasándose de la mesura, la ficción se encuentre tan
asociada a la lógica y los hechos tan deshechos por la medición. Cada vez que se
dice que se sabe por medida, se mide ante todo lo que se dice.
Así sucede con las
encuestas de opinión, por cuya mediación la propia opinión puede preguntar
acerca de las opiniones propias. Quizás esa vacuidad de la medición entre sí de
opiniones emitidas por encuestadores y encuestados, determine que el horizonte
de la soberanía haya declinado en política mediática. No hay nada que lamentar
en el deceso de la soberanía, a condición de saber que lo que se sabe incurre en
la medición de la mediación. Por consiguiente, que el juego cunde por fuera de
programas de gobierno o de artefacto, por más que tales programaciones hayan
ayudado, por su propia radicalidad formalista, a poner de relieve lo que se
juega en todo juego de palabras.
Ese juego que no puede
dejar de trascender, de un sentido a otro entre las palabras, deja en blanco el
voto que pretendería ser escrutado inequívocamente. Por consiguiente, el voto en blanco es un lugar vacío que equivale
al lugar en que se cruzan otras tantas posibilidades como jugadas. Todas estas
jugadas no dejan de estar jugadas, por encima de la voluntad expresada en las
urnas.
Por esa razón la
organicidad nacional no puede pretender encauzar lo que la globalización ya ha
acuñado de reglas de juego. Hay una pretensión de cancha flechada, cuando se
quiere darle un sentido único a un juego global. Incluso, la globalización
queda francamente cristalizada cuando prevalece un curso operativo de la
representación, que en tal caso se reduce a la contraseña. Nacionalizar la
racionalidad de la globalización equivale a convertirla en piñón fijo del
vínculo social, que una vez engranado impone una velocidad uniforme y
desastrosa.
En cuanto el gobierno
de los acontecimientos queda librado a un concurso de circunstancias
globalizado, escapa a los equilibrios propios de cualquier delimitación y por
lo tanto, a la propia decisión calibrada. Por consiguiente, el contragobierno
no sólo se desdice de la soberanía, sino inclusive de cierto fatalismo de la
crisis que naturaliza los efectos de desequilibrios ajenos. Contragobernar
supone sopesar la tensión y corregirla a partir del propio campo en la red. En
cuanto se opone a un criterio de homologación absoluto, una corrección
localizada mantiene la viabilidad de la tensión, contrarrestando la repercusión
excesiva de una contienda global.
Surge así un repertorio,
por contraposición a una nomenclatura: claudicación de la medición ante la
opinión, votos en blanco porque jugados de antemano, nacional-globalismo por
integración homológica de la globalidad, contragobierno que corrige las
tensiones exógenas que desequilibran el entramado local.