6.11.13


Conflictos de globalización: el lavado de memoria[1]


1ª quincena, noviembre 2013



Quizás algunas anécdotas puedan sintetizar una memoria a hilvanar acerca de los conflictos de globalización. Aunque la principal vinculación entre estos episodios proviene de mi propia recordación, es probable que el relato en sí propicie una asociación entre los distintos episodios evocados.

 Una primera anécdota se vincula a la curiosidad que me asaltó ante el chovinismo desatado, en muy corto período de tiempo, con relación al conflicto entre la transnacional Botnia y la población de Gualeguaychú, a partir de mediados de 2005.[2] En efecto, los uruguayos han retenido cierta sensibilidad, sin ser los únicos latinoamericanos en registrarla, aprensiva ante el estilo bonaerense. Pero nunca esa prevención se extendió, de forma irrestricta y súbita, al conjunto de la población argentina. Esa atribución de rasgos negativos a la argentinidad como tal se propagó, con ocasión de la crisis que se desató por la instalación de la industria de celulosa en el Uruguay, en razón de la oposición de la población entrerriana a tal emprendimiento celulósico.

La circunstancia se presentaba por demás significativa desde que la protagonizaba la opinión pública uruguaya, caracterizada tanto por un acendrado antimilitarismo, expresado en el neto rechazo ante la dictadura militar, como en razón de la laicidad dominante en las conductas ciudadanas, que recientemente llevó al fracaso del plebiscito para derogar la ley de interrupción voluntaria del embarazo, norma a la que se opuso tenazmente la Iglesia Católica.

Consulté en aquel momento, perplejo ante esa aparente contradicción que desataba el chovinismo entre una idiosincrasia secularizada y civilista, a François de Bernard, amigo personal y director del Centro de Estudios e Investigaciones sobre las Mundializaciones. La respuesta de mi amigo me condujo a una clave de los conflictos de globalización, en cuanto me hizo notar que toda instalación transnacional con el propósito de llevar adelante un “megaproyecto”, suele generar conflictos agudos entre poblaciones fronterizas, confrontadas bajo esas condiciones en medio de un chovinismo exacerbado.

La segunda anécdota se vincula a una extrañeza análoga. Los motivos religiosos que pueden animar una guerra del siglo XXI parecen curiosamente retrospectivos. Las guerras religiosas que cundieron en Europa durante el siglo XVII parecieron quedar atrás ante la modernización permanente que instaló el siglo XVIII, particularmente vinculada a una condena de los fanatismos de credos. Sin embargo, en países en que ha cundido una prolongada secularización, guiada particularmente por estados socialistas, como en el caso de la exYugoeslavia o de la actual República Socialista de Argelia, se producen resurgimientos del integrismo religioso. 

La explicación que presentan Georges Labica y Jean Robelin del reverdecimiento de la violencia religiosa a fines del siglo XX me pareció particularmente atinada, en cuanto atribuyen ese “retorno del pasado” a las reacciones defensivas de una población, ante una inmersión de contextos nacionales en una ola de desarrollo capitalista.[3]
 
La explicación de Labica-Robelin parecía sugestivamente asociada a la que me presentó François de Bernard con relación a los conflictos de globalización: un proceso acelerado de intromisión extranjera en un contexto regional, genera una tensión entre idiosincrasias confrontadas, ante intereses contradictorios movilizados simultáneamente por un mismo inversor. Esta asociación de ideas exigía sin embargo un planteamiento alternativo, para superar la índole económica –en cuanto no ofrece una explicación satisfactoria de la súbita inclinación de una población concernida, de manera que la condición simbólica pueda ser abordada en tanto notoria manifestación política. 

Tal condición simbólica puede ser planteada mediante una tercera anécdota. Me encontraba participando en un Seminario de Maestría (Educación, Comunicación, Democracia) organizado por la Universidad de Entre Ríos en la ciudad de Ushuia, junto con mi colega y amigo Patrice Vermeren,[4] cuando la instalación de la mesa en la que se desarrollaban los paneles de conferencistas me llamó poderosamente la atención. Detrás de la mesa, en tanto ornamento patrio, se presentaban dos banderas, una de la nación argentina,  la otra de Artigas. 

En efecto, la enseña conocida en el Uruguay como "bandera de Artigas" es asimismo la bandera de la provincia argentina de Entre Ríos, que la ha adoptado como propia. Sin embargo, quien conoce los colores de la enseña artiguista enarbolada en el Uruguay, en tanto pabellón patrio que secunda a la bandera del Estado uruguayo, nota a poco de divisar la enseña  entrerriana, cierta decoloración. Mientras en la bandera entrerriana las franjas superior e inferior lucen celestes, igual que en la enseña del Estado de la República Argentina, en la versión uruguaya del pabellón artiguista las mismas franjas lucen azul profundo. 

La razón de las diferencias de tonos no es histórica ni menos económica, sino política, por efecto imperativo de un mandato simbólico. Llevado por el proceso de revisionismo histórico que reivindicó la figura de Artigas, largamente denostada por la historiografía centralista de Buenos Aires y sus epígonos nacionales, el Estado uruguayo terminó por adoptar la bandera del prócer en calidad de pabellón patrio. Sin embargo, la decisión institucional de adoptar esa enseña se encontró con un obstáculo formal: la bandera de Artigas ya era el pabellón patrio de una institución política nacional: la provincia argentina de Entre Ríos.[5] 

Cabe suponer que el uso y el decreto que incluyó la versión uruguaya de la enseña artiguista, recién en 1952, modificó los tonos de las franjas celestes originalmente adoptadas por el propio Artigas de la enseña que Belgrano izó como argentina, hipótesis más que razonable si se tiene en cuenta que la enseña entrerriana perduró en continuidad como divisa provincial, mientras la artiguista uruguaya fue sucesivamente suplantada por la bandera de la Cruzada Libertadora y luego por la del Estado uruguayo, por un período prolongado.[6]
 
Según el relato histórico la primigenia bandera artiguista parece encontrarse, en cuanto a los colores, más vinculada a la que luce en el pabellón entrerriano, mientras la que hoy veneran los uruguayos en memoria del fundador de la nacionalidad presentaría una desviación cromática, necesaria sin embargo para que flamee el fuego de la convicción nacional. Tal flamear del fuego patrio no puede ser sino simbólico, tratándose de una bandera. Incluso, tal flama no luce sólo cuando el viento hace ondear la enseña, sino también cuando el paño se encuentra ya deslucido por el quemar de los elementos naturales, en cuanto ante tal desgaste del soporte físico la enseña patria no se entrega, por regulación normativa del Estado, sino al fuego que la incinera.[7]

Propio a la flama, el exceso en combustión domina simbólicamente al símbolo patrio, tanto cuando “flamea” como cuando se la incinera, para evitar un deterioro insoportable para la visión espiritual del pabellón. Este exceso que quema también arde para animar lo propio de la condición simbólica, en cuanto determina la destrucción de la bandera, por igual cuando se la entrega al fuego físico para evitar su deterioro, como cuando el fuego de la convicción cívica altera un pabellón histórico, para dar lugar a una reivindicación patria. El fuego simbólico llevó a los uruguayos a encender con otro tono los colores de la bandera de Artigas, para venerar al héroe nacional con la flama de la convicción.

Este flamear propio del arder en llamas es intrínseco a todo exceso, que tanto purifica con la destrucción como destruye para consagrar. Es el mismo exceso que anima la adhesión a intereses que encontrándose en pugna, enfrentan entre sí dos banderas que sin embargo flamean con el fondo de listas de una misma memoria. Este exceso también es el de la velocidad tecnológica, que hoy permite instalar Mega(pro)yectos[8], desatando pasiones como la que lleva a proclamar que la planta de celulosa de Fray Bentos debe ser declarada “causa nacional”,[9] o borrando la historia de colores que sin embargo, se quieren patrios. 

Interviene aquí una cuarta anécdota, posterior sin embargo a la exposición que presenté con ocasión del evento organizado por el Club de La Pedrera. Esta anécdota me retrotrae curiosamente a la primera, ligada a la cuestión de la diferencia idiosincrática entre argentinos y uruguayos. Al retorno del evento en La Pedrera, conduje a mi amigo François de Bernard hasta Maldonado, desde donde otro amigo común, Mauricio Langon, lo llevó de regreso a Montevideo. 

Pasé la noche del lunes en Maldonado, en razón de asuntos personales y familiares que debía atender en San Carlos al día siguiente. De mañana, al desayunar en un hotel de la zona, la radio encendida en el comedor me permitió la escucha de un programa matutino del lugar. Un periodista interrogaba a personas que allí trabajan y viven, acerca de su preferencia en materia de nacionalidades de visitantes, ante los turistas que pueblan en “alta temporada” la zona puntaesteña, pautando la actividad económica que es eje productivo de esa región. La mayoría de los trabajadores y operadores turísticos entrevistados declararon una franca preferencia por los turistas brasileños, en particular, comparados con los argentinos. Esta preferencia no se vinculaba a ningún conflicto histórico, o estilo cultural, o menos una idiosincrasia nacional. Se trataba, en el razonamiento que veía con mayor simpatía la presencia brasileña, de la disposición al gasto del turista que viene del norte, ante cierta reticencia a los mayores costos, en todos los rubros, de los argentinos. 

Quizás el fuego que anima esa pasión dineraria no es diferente del que reivindica una idiosincrasia nacional, o el que destruye una bandera para animar el culto de la misma idea que la sostuvo originariamente. Pero jugar con fuego es peligroso, juego al que nos lleva todo Megaproyecto, en cuanto atiza una flama cuyas llamas, llevadas por lo propio a un exceso de velocidad tecnológica, pueden propagarse incontroladamente. Por ejemplo, hasta hacer olvidar todo criterio de diferencia idiosincrática que no sea numerario. 




[1] La base de este texto proviene de la presentación oral de la intervención “Conflictos de globalización”, en Progreso, mundialización y medio ambiente: acerca de los megaproyectos en el Uruguay, Club de La Predrera y Casa de Filosofía, La Pedrera, 3 de noviembre, 2013.
[2] Viscardi, R. “El zorro en la papelera” Compañero http://www.pvp.org.uy/viscardi.htm
[3] Labica, G. Robelin, J. (1994) Politique et Religion, L’Harmattan, Paris, pp. 5-9.
[4] Viscardi, R. “Unidad y Debate Nacional en el Uruguay”, Seminario Internacional Educación, Comunicación y Democracia, Universidad Nacional de Entre Ríos, Maestría en Educación, Ushuaia, 1-2 de septiembre 2006.
[5] “Bandera de Entre Ríos” Wikipedia http://es.wikipedia.org/wiki/Bandera_de_Entre_R%C3%ADos
[6] “Bandera de Artigas” Wikipedia http://es.wikipedia.org/wiki/Bandera_de_Artigas
[7] “No se pueden lavar ni tirar: las viejas banderas nacionales sólo se pueden quemar los 23 de setiembre” LaRed21 (21/09/06) http://www.lr21.com.uy/comunidad/224024-no-se-pueden-lavar-ni-tirar-las-viejas-banderas-nacionales-solo-se-queman-los-23-de-setiembre
[8] En el curso de su intervención en La Pedrera François de Bernard subrayó el carácter contradictorio en el mismo término de la denominación “megaproyecto”.
[9] “Para Tabaré Viera la situación con UPM es “causa nacional”, La Prensa (17/10/13) http://www.laprensa.com.uy/index.php/nacionales/48014-2013-10-17-16-01-30